De mucho. Me refiero al corrector ortográfico que empleamos cuando escribimos un texto. Pero tiene un grave inconveniente: que no tiene en cuenta el contexto en que aparece una palabra, por lo cual hay que contar siempre con un corrector humano que, además, sepa de ortografía y acentuación; no sirve cualquiera, ni los mismos escritores. Comento el caso de una novela que acabo de leer, publicada hace tres o cuatro años (conscientemente omito el título y el autor). El autor no sabe de ortografía, por supuesto, porque confunde Infligir con infringir, revelar con rebelar, gravar con grabar, atajo con hatajo, ay con hay, mediodía con medio día, entorno con en torno, a con ah, debe haber con debe de haber (el corrector automático no detecta esas diferencias porque las dos opciones las da como válidas). Asimismo, ese autor no sabe que vetas, embestir, rayos, bendito y albino son vocablos que se escriben como los acabo de transcribir y no de otra manera. A todo esto hay que añadir el mal uso de las mayúsculas y de los acentos. Es totalmente intolerable en una publicación (ya no hablo del argumento, de la sintaxis, del interés de la novela, aunque pienso que de 450 páginas le sobran por lo menos 100). Tiene algo bueno (¿bueno?): emplea palabras poco frecuentes, difíciles, con excesiva generosidad, como por ejemplo, bailías, gafo, peirón, raña, garlocha, almez, perspicuas, liñuelo, jorfe, borborigmo, edículo, brollar, afelio, perihelio, callizo. Algún autor me ha confesado que las buscan en el diccionario para dar muestras de cultura y para enriquecer el vocabulario del lector. Bueno, tiene un pase. Ah, dejo al lector la posibilidad de consultar el diccionario para descubrir el significado de las palabras anteriormente citadas; y le propongo un juego: si conocía al menos la mitad, le adjudico un sobresaliente sin dudarlo.
Manuel Palazón